
Hernando, a sus setenta y ocho años, sentía el peso no tanto de la edad, sino de una traición que le carcomía el alma.
La finca, su hogar, cada piedra, cada árbol, cada rincón, era un testimonio del amor y el esfuerzo compartido con Luz Elena, su difunta esposa. Ella, el amor de su vida, la mujer que con su risa y su temple había convertido un sueño en realidad, un patrimonio forjado con la pasión de toda una vida de trabajo.
Y ahora, Maximiliano, su propio hijo, con apenas un dieciocho por ciento de la heredad en papel, se creía con el derecho de humillarlo, de arrancarlo de su propia historia.
Luz Elena siempre había sido el bálsamo.
Recordaba a su esposa suplicando con esa dulzura que derretía cualquier resistencia: “Ayúdele al niño, Hernando, que tiene un problema de tarjetas de crédito, ¿sí?”.
Y Hernando, por el inmenso amor que le profesaba a Luz Elena, condescendía una y otra vez, a pesar de intuir la sombra calculadora y maligna que se cernía sobre el carácter de Maximiliano. Luz Elena, incluso en su bondad, no siempre pudo ver la profundidad de esa oscuridad, o quizá, en su amor de madre, prefería ignorarla.
El ejemplo que Maximiliano le daba a David, su propio hijo y nieto de Hernando, era lo que más le dolía. ¿Qué valores estaba sembrando en el muchacho? ¿Qué lección de vida le estaba impartiendo al arrebatarle a su abuelo el único lugar que conocía como suyo?
David! la vida es para los aventajados! Solo yo fui capaz de robarle 3 tarjetas de crédito a mi papá por valor de $120 millones, y qué? qué me ha pasado? nada!
Mijo! no sea bobito … el mundo se hizo para nosotros los inteligentes!
Las sospechas de Hernando sobre las actividades de Maximiliano no eran nuevas. Siempre había habido una sombra, un rastro de intrigas alrededor de su hijo, especialmente en lo que respecta a la finca y las posibilidades de rédito que ofrecía.
Los últimos inquilinos, envueltos en el desguace de motos, fueron la gota que colmó el vaso.
“Octavia“, su coche de alta gama, desapareció misteriosamente de la finca.
Y lo más inquietante, un mes después, cuando Maximiliano tomó posesión de la finca a la fuerza, tenía en su poder las llaves de todas las puertas.
Una amarga coincidencia que gritaba traición.
Hernando, con el corazón apretado, miraba la casa que Luz Elena había diseñado, cada detalle elegido con tanto esmero, y se preguntaba cómo había llegado a este punto.
Un padre, despojado por su propio hijo, con la memoria de su esposa como único consuelo y el sabor amargo de la injusticia en la boca.
La heredad, en lugar de ser un legado de unión, se había convertido en la cuña que separaba a una familia, en el arma de un hijo contra su propio padre.